¿Por qué lloran los viejitos?
Por: Carlos Ortiz
La semana pasada me
hallaba en la sala de un Hospital, repleta de pacientes en espera de
atención.
La mayoría de ellos era de mi edad o incluso mayores que yo. Eran pues, en su mayoría, viejitos.
Tratando de copar con
el aburrimiento, me puse a observar ese cuadro de naturaleza humana y en muy
pocos segundos mi mirada se centró en un hombre encorvado sentado a pocos
metros de distancia.
Una lágrima trataba de
hallar su camino en una cara llena de arrugas, como las aguas de las acequias
tratan de regar los campos de cultivo. Despacio, sin que nadie excepto yo, se
dé cuenta.
No quejas, no
movimiento excepto por su mano temblorosa.
La mujer, sin mirar
sus lágrimas, lo acomoda en la silla para que esté derecho. Para que no de
lástima.
La lágrima llega hasta
la mejilla y se pierde, desaparece.
¿Por qué lloran los
viejos, a veces sin que ellos mismos se den cuenta?
¿Será la tristeza
acumulada en todos esos años de existencia que no conocemos?
¿Tal vez los recuerdos
de gente que ya no está y en la mente de esos viejos caminan y viven como lo
hacían en la vieja casa del Parral, de la jaula con las palomas pechudas y
gruñonas?
Cuando el camino se
hace cada día más corto, los viejitos no lloran, se les escapan las penas. Se
les desahoga el alma con más facilidad.
Y mientras la gente se
aburre de sus dolores, de sus lágrimas y de sus quejas -especialmente en un
hospital- los viejitos sonríen en medio de su llanto.
Deben ser los saludos
de aquellos que danzan en su mente y no veían hace tiempo. Deben ser las caricias de la madre, que las siente como cuando eran niños y el olor de su padre, recién bañado
y acicalado listo para ir a trabajar.
Las lagrimas de los
viejos no son por desesperado dolor. Estoy seguro de que esperan resignados su
destino. Sus lágrimas son por la pena ajena que deberán sentir aquellos que se
queden, cuando ellos ya no.
En mi país o en el
suyo, hemos visto millones de viejitos con lágrimas en los ojos que nunca pudimos
entender. A lo mejor en esos países tenemos más libertad de llorar sin que te
pregunten por qué.
En este país de
grandes oportunidades y de mucha riqueza material nos hemos olvidado del
cuidado de una generación de hispanos de la tercera edad destinados a sufrir
sus últimos días en la soledad del inmigrante, que de viejos no compensan, ni siquiera una
televisión de 70 pulgadas conectada a Netflix y 10 proveedores de sueños más.
Los que nos trajeron y
abrieron las puertas para nosotros no deben quedarse solos en esas sillas del
olvido. Ni aburrir a quienes dicen amarlos.
La vejez de los hispanos en Oklahoma es un tema que todavía no hemos comenzado a tratar,
seguramente porque es uno que cuesta dinero y tiempo, que es una cosa que los
políticos no tienen.
Tiempo que seguramente
tampoco lo tiene el viejito de la lágrima cumplida.
Sonó un nombre en el
altavoz y él se levantó con dificultad.
Y yo seguí esperando
que llamen el mío…