¿Morir en la playa?
Por: Carlos
Ortiz
Mi primera
vez fue a los 7 años.
Pero por
favor no se horroricen. No se trata de lo que están pensando.
A esa edad,
mi madre, mi hermano y yo viajábamos en una carretera de tierra, piedra y lodo
desde Lima, la capital del Perú, hasta la ciudad de Huánuco, atravesando la
cordillera de los andes.
En un
camión con las comodidades técnicas de un vehículo de los 50s, nos enfrentamos
a una tormenta de lluvia y hielo.
En la
inmensa oscuridad de la puna, casi sin ver al frente de la gorda nariz del International
que nos llevaba el camión se detuvo y el chofer anunció que no podía ver más el
camino y que a dormir.
Con las
primeras luces del alba, un grito.
Era mi
madre horrorizada al ver que delante del motor del camión en el que llevábamos
las carpetas para fundar una escuela que por este hecho lleva hasta hoy el
nombre de “Milagro de Fátima”, se podía ver el lejano serpentear de un rio y la
profundidad de un abismo de casi 300 metros.
Esa fue la
primera vez que me encontré, casi, casi con la muerte.
La segunda
fue incluso un poco más estruendosa.
A las 9.15
de la mañana del un día de agosto de 1986, mientras me preparaba para recibir a
mis citas en mi puesto de Director General de Comunicaciones del Ministerio de Economía
y Finanzas del Perú, una casi inoportuna visita -después sería catalogada en mi
historia personal como la visita más oportuna de mi vida- me impidió ir al baño
que a esa hora ya necesitaba.
Mientras
esperaba que esa visita se marchara y más escuchando el correr del reloj que a
mi interlocutora, el estruendo de una explosión de muchos kilos de dinamita nos
hizo levitar por largas fracciones de segundo, tras los cuales traté
instintivamente de comprobar si tenía, piernas, manos, dedos completos, en ese
orden. Luego la nada, el silencio post bomba de Sendero Luminoso, hasta que
recuperé la conciencia y me di cuenta que esa, había sido mi segunda vez.
Luego mi
tercera -y hasta el momento mi última vez- fue cuando entré a la sala de
operaciones para intervenir a unos intrusos indeseados que se habían apropiado
de las inmediaciones de mi yugular, en la forma de cáncer a los ganglios, Una
operación súper delicada, de la que salí con ganas de no tener una cuarta
experiencia de ningún tipo.
Son tres las
veces que he visto de cerca a la muerte.
Son
ocasiones que seguramente me han formado un poco menos temeroso de ese paso
natural que todos daremos y que yo ya casi di, por lo menos tres veces.
Hoy todos
los que pintamos canas en cualquier intensidad, estamos propensos a ser
víctimas de un asesino invisible.
Por ello es
que no solo nosotros, sino también nuestras familias, nuestros hijos y nietos, tenemos
la obligación de protegernos de acuerdo a las indicaciones de las autoridades
de salud y no de los políticos de turno, en especial el presidente Trump, a
quien poco o nada le importa la salud individual de los ciudadanos tanto como
el resultado de las elecciones que lo pongan a la altura del presidente Barack
Obama, en lo que se refiere a ser reelecto.
En
Oklahoma, es muy común encontrarse en las tiendas y otros lugares públicos a
gente, evidentemente seguidora del presidente republicano que pasa a nuestro
lado, sin la bendita mascarilla, soplándonos sabe Dios si las temidas
partículas del Coronavirus.
Nosotros no
tendremos la suerte de recibir la mejor atención médica del mundo.
A veces no
tenemos ni siquiera seguro médico y de seguro que nos vamos a tratar con lo que
podamos o ir al hospital, cuando ya la cosa esté bien avanzada.
A
diferencia de nuestro presidente actual, el Coronavirus estará aquí en el 2021
y quien sabe cuánto más.
Por eso es
que debemos rezar para llegue un nuevo inquilino a la Casa Blanca, para
comenzar a cuidar de la salud de los norteamericanos con el ejemplo.
Porque
quienes hemos vivido y sobrevivido a mil combates en el mar de la vida, no
podemos venir a morir en la playa, porque los acólitos de Trump no quieran,
puedan o no sepan seguir las indicaciones de los científicos.